Relato de Diosco: Llego al terminal muy temprano y espero. Más tarde llegan Abel y Viviana, Gustavo y Paola, Después aparece Tzitzi. En dos horas la buseta baja desde la fría y plana sabana de Bogotá hasta las cálidas montañas de Anolaima. En el pueblo, un poco mareados nos sentamos en la plaza de mercado, al pie de la gallina amarilla que alza las piernas al cielo y entre la morcilla y los huesos de marrano. Las ollas con sopa de mondongo, pajarilla, y arroz hierven y se rebosan. El olor a caldo, picante, cilantro, manteca y bofe se nos pega en la nariz. Unos tomamos sopa de arroz con corazón y patas de pollo, los otros se mandan una torre de carnes picadas. Después buscamos víveres para cocinar en casa. Caminamos, pero a las dos cuadras un vecino nos ofrece el platón de su camioneta y nos lleva hasta la casa. El camino es destapado y en profunda bajada. El día es cálido pero amenaza lluvia. El aire fresco de la montaña nos llena los pulmones y rápidamente nos cambia el aura de pared adquirida en el inquilinato. Todos sonreímos y brillamos. Ya en la casa se cuelgan hamacas y se sacan sillas aun kiosko. Desde allí subimos por la loma hasta el límite del terreno para ver la flora cercana y divisar las montañas lejanas. Ya de bajada, alguien encuentra una penca de maguey quemada y en su raíz la ceniza revuelta con un barro suave. El terreno está siendo talado para una siembra y es costumbre que los campesinos quemen lo cortado. Nos untamos el barro en la cara y los brazos como máscara. La gruesa textura es de color gris brillante y todos tomamos aspecto de indígenas africanos. Cada uno coge un palo para no resbalar durante el descenso. Cuando llegamos al kiosko nos acomodamos para una foto de enmascarados. Pero luego decidimos, sin mencionarlo, hacer una performance fotográfica individual. Así no más, cada uno va posando. Tzitzi me dijo en el inquilinato que me tenía guardada una calavera de vaca para que la usara en el performance. Terminamos usándola todos. Abel hace varias poses de pie entre el jardín y comenta que en una época fue modelo de Sara. A lo lejos se ve el sol tarde y una lluvia ligera. Decidimos bajar al río. Los perros del vecino nos ladran fieramente pero al pasar se muestran mansos. Caminamos entre cañas y cafetales por un camino veredal poco transitado. Encontramos dos campesinos que saludan amables. A los dos kilómetros vemos un árbol caído y varias piedras pequeñas. Armo con todo una especie de altar al lado del camino. Cada uno pone un detalle. Las hormigas negras atacan a los que cargaron el árbol. Seguimos caminando. Encuentro una piedra larga y subo en ella; los que llegan después hacen lo mismo. Cuando estamos todos se nos ocurre una foto de todos desnudos. Nos quitamos la ropa, nos sentamos, luego nos echamos sobre la piedra. Gustavo toma la foto. Continuamos falda abajo hasta llegar a un río muy pedregoso que baja con corriente fuerte color chocolate. El puente antiguo de guadua esta caído y hay uno nuevo, todavía verde. Cruzo al otro lado. Abel se asusta de la fragilidad del puente que me mece. Pero de pronto se quita la ropa e intenta cruzarlo desnudo. Yo también me desnudo y lo sigo hasta la mitad del puente donde se detiene. Claudia tiene la cámara. Los demás miran desde abajo. Nos alcanzan dos trozos de bambú. Nos arrodillamos y enfrentamos los rostros. Con ambas manos agarramos con fuerza los trozos de bambú, como armas, como remos de galeotes. El viento sopla, hace frío y el puente se bambolea. Nuestras miradas se encuentran, respiramos como fieras, nos concentramos, los ojos se bizquean y al rato solo veo un ojo de ciclope en la frente de Abel. No es Abel, es otro: un desconocido, un antiguo conocido, un enemigo, un amigo, un hermano, un hijo, una sombra, un ardor en los ojos, un charco de lágrimas. Pasa un tiempo largo, somos fieras, se siente en las respiraciones rastrilladas, en cierto quejido, podríamos atacarnos y caer al río, sobre las piedras, pero un instinto de paz nos frena. Probamos la fuerza, el color y el aroma del instinto salvaje, pero nos quedamos con el poder concentrado en el cuerpo y el corazón. Lentamente nos atravesamos echados de barriga sobre las dos guaduas que hacen de puente. No intentamos más que descansar la tensión de la inusitada acción. Me duelen las rodillas y la espalda. Después, nos ponemos de pie y el puente nos convierte en funámbulos. Bajamos con cuidado. Si caemos, el golpe en las piedras puede ser mortal y la corriente seguramente nos arrastrará río abajo. Entramos con cuidado en la corriente oscura. Hacemos algunos gestos entre la corriente, más un juego de baño y resistencia. Vamos hacia las grandes rocas donde subimos con dificultad. El agua cada vez está más fría y la corriente aumenta. Decidimos salir. En ese momento todos se desnudan y entran al agua para un baño. Yo permanezco afuera. Todos retozan entre la corriente unos minutos. Yo miro el agua con desconfianza. Las señales de altura de la corriente embravecida son tres metros más arriba de donde estamos y hay mucho bambú roto, arboles incrustados en la ladera, todas señales de lo brava que es aquí una borrasca. Cuando llueve en la cabecera de los ríos, estos bajan sorpresivamente y arrastran todo lo que haya en su cauce. Los apuro para que salgan. Todos lo hacen y en minutos nos encontramos parados, secándonos sobre una piedra grande y plana. Abel se echa boca abajo e incita a que los demás a subir. Claudia se echa encima, yo sobre ella, en mi espalda recibo a Paola, sobre ella sube Viviana y finalmente corona Tzitzi. Abel nos soporta a todos. Yo apoyo mis pies en la piedra para tratar de aligerar peso, pero siento que se me revienta la barriga. Gustavo tiene problemas con la cámara y no dispara tan rápido como se requiere. Abel se queja y cuando ya tiene los ojos brotados suena el clik. Deshacemos la montaña de cuerpos desnudos, nos vestimos, salimos del río y tomamos cuesta arriba para regresar a la casa.(Dioscórides- fragmento bitácora en construcción) |